Llamadas aéreas
10 de Octubre de 2008 | Espido Freire
El martes pasado una señora me llamó la atención en el tren. Con un suspiro, se volvió hacia mí. Le pregunté si algo le molestaba, y me dijo que así era. Que no podría continuar escuchándome hablar por el móvil las cuatro horas que duraba el viaje. Enrojecí de vergüenza, porque si bien era cierto que había enlazado cuatro llamadas seguidas, creía haber hablado sin molestar a nadie, sin grandes excesos. La señora, no obstante, tenía razón. Debí haberme asomado a las plataformas. Me disculpé y así lo hice.
En breve tiempo, no obstante, esa señora, y todos nosotros, tendremos razones para lamentar la decisión de la Comisión Europea, que permitirá llamadas y conversaciones durante los vuelos aéreos. Eso acabará con el aire de importancia que los ejecutivos mantienen hasta que la azafata les arrebata prácticamente el teléfono de la mano, con lo que todos saldremos ganando. Pero, salvo por eso, no me atrevo ni a imaginar qué nos aguarda en las horas de avión, atrapados horas, y horas, enlaces transoceánicos, el horror del jet-lag potenciado por las conversaciones rasguñadas en todas las lenguas, las azafatas carraspeando cada vez con menos discreción. Obedecí a la señora del tren porque la razón estaba de su lado: pero, sobretodo, porque me vi en su suspiro de desesperación, en el aire desolado de quien le ha tocado una pelma detrás que comienza a corregir las pruebas de su libro en alto, errata a errata, en lugar de mirar las nubes por la ventana, el lento transcurrir de la existencia.
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