LA ORATORIA UN ARTE EN DECLIVE
La oratoria es un arte que parece siempre encontrarse en declive. Cada generación juzga desfavorablemente a los políticos y conferenciantes contemporáneos cuando los compara con los del pasado. En el alba del nuevo milenio, los discursos del primer ministro británico, Tony Blair, son a menudo equiparados en su país a las voces que doblan anuncios comerciales en televisión, supeditadas al poder de persuasión de las imágenes en lugar de exponer mensajes coherentes por sí mismas. Usa frases, no sentencias, claman los críticos del laborista.
Quien quiera comprobar la prodigiosa reducción de la estatura del héroe sólo tiene que comparar a Churchill con Blair, a De Gaulle con Chirac, a Adenauer con Kohl o Schröder, a Lincoln con Bush, a De Gasperi con Berlusconi, a Manuel Azańa con José María Aznar…
Desde antiguo, los líderes políticos han tenido predicamento gracias a la calidad de sus discursos. Los ciudadanos están necesitados, tal vez hoy más que nunca, de personas excepcionales capaces de articular sus sueńos y esperanzas y decir aquello que quieren oír en sus corazones. De ahí que sean rechazados como inaceptables el pretendido estilo coloquial de Bush y Schröder, así como el tono mesiánico que emplea a menudo Blair. Como lo fue en aciagos tiempos el tono amenazador y el poder destructivo de la oratoria de Adolf Hitler, lo mismo que los discursos carentes de toda elocuencia de los dirigentes comunistas.
Causa pavor pensar en el juicio que puedan merecer los políticos espańoles de hoy con el bochornoso espectáculo de los debates parlamentarios, el burdo y arrojadizo insulto, la insufrible altanería, las zafias proclamas y las deficientes piezas oratorias. Unos dirigentes que se mueven entre el grotesco lenguaje de barracón y la afasia en el sempiterno intento de que las mentiras suenen como verdades y de dar apariencia de solidez a lo que no es más que puro viento.
El 24 de enero se cumplieron 40 ańos de la muerte de Winston Churchill, un gigante de la oratoria y también de la escritura, que le permitió ganarse la vida durante muchos ańos debido a la inexistente fortuna familiar.
Sólo otro primer ministro británico, Benjamin Disraeli, fue, como él, un escritor profesional, con la diferencia de que Disraeli cultivó preferentemente la novela, mientras que Churchill fue corresponsal de guerra, biógrafo e historiador.
Sus memorias y otros muchos libros son verdaderas obras maestras, lo mismo que sus discursos y epigramas, llenos de ingenio y humor, que reflejaban las actas de sesiones en la Cámara de los Comunes. Su gran poder de fascinación residía en saber utilizar un lenguaje ordinario para decir cosas extraordinarias.
Su famosa frase al inicio de la guerra: “No puedo ofrecer más que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”, quedó complementada con aquella otra: “En la guerra, resolución; en la derrota desafío; en la victoria, magnanimidad; en la paz, buena voluntad”. O el emotivo homenaje que rindió a los que habían muerto en la contienda: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”.
Aunque fue cadete en Sandhurst y teniente en la India y en Africa durante la guerra de los bóers, su concepto de los militares no era muy elevado, como refleja esta puya dedicada al general Montgomery: “En la derrota, imbatible; en la victoria, insoportable”.
Son memorables las alusiones a sus oponentes políticos, entre los que tenía un lugar preferente el primer ministro laborista Clement Attlee. “Ante el número 10 de Downing Street se detiene un carruaje vacío y de él desciende mister Attlee”, dijo en una ocasión. Un día le comunicaron que Attlee no podía asistir a la tradicional sesión del Questions time porque se encontraba indispuesto. “Nada trivial, espero”, fue su comentario.
Sus invectivas más bien parecían cumplidos. Fue muy celebrada la referencia a un antiguo jefe del Gobierno: “Si el seńor Gladstone cayera en el Támesis, sería una desgracia, pero si alguien le ayudara a salir, sería una calamidad”.
Jamás acusó a nadie de mentir por más que tuviera la evidencia de ello. En todo caso, aplicaba sutiles sinónimos como “inexactitudes terminológicas a cargo del honorable caballero”.
Especialmente famoso fue un breve cruce de mensajes con el comediógrafo Bernard Shaw, quien le invitó al estreno de una de sus obras con esta nota: “Te envío dos entradas para que vengas con un amigo, si es que tienes alguno”. La respuesta de Churchill, a vuelta de correo, fue: “Razones del cargo me impiden asistir a tu estreno. Te ruego me envíes entradas para otra representación, si es que hay otra”.
Los discursos son importantes porque representan una de las grandes constantes de la historia política. Churchill fue un gran estadista y un maestro de la palabra, dos singularidades que suelen ir estrechamente conectadas y que hacen evocar su gran figura en el desierto en que ahora vivimos.
*Periodista
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