Esto no es una crítica de cine, en bastantes jardines me estoy metiendo por culpa de un libro recién publicado como para adentrarme ahora con los ojos tapados en una jungla. Esto no es un comentario sobre el argumento, el ideario, la fotografía o la música de la última película de Paolo Sorrentino, La juventud. Esto no es un análisis de su filmografía ni una discusión sobre su estilo narrativo. Esto sólo es una reflexión al hilo de ciertas imágenes, sentimientos y emociones que provoca o puede provocar el visionado de esta película unido al de su anterior film, La gran belleza.
Una reflexión, o más bien unas cuantas ideas dispersas y mal avenidas sobre la decrepitud y la belleza, sobre la soledad y el sentido del humor, sobre la amistad y sobre la muerte. Esos son los conceptos recurrentes que yo he encontrado en ambas películas (pero puede haber muchos más) y sobre ellos he compuesto una serie de aprensiones o agudezas de incierta puntería. Epigramas alegres o sentencias de sobremesa, lo que sigue es una incitación al error, al trascendentalismo y a la epifanía.
Que la decrepitud no es un síntoma de la decadencia del ser humano sino una extraña forma de pureza. Que la belleza puede ser una representacion deformada de la relación entre el yo y el mundo. Que la soledad es una consecuencia directa de las exigencias extremas que se imponen a sí mismos los seres demasiado ambiciosos. Que el sentido del humor es una forma elevada de inteligencia sin el cual es difícil concebir cualquier intento de enfrentar las profundidades del ser. Que la amistad es más hermosa con el paso del tiempo porque sobre ella recae la inmortalización de los mejores recuerdos. Que la muerte potencia el redescubrimiento del amor aunque quizá ya sea tarde para ello y quizá ya no importe.
Dice Antonio Díaz (él sí crítico de cine en Tiempo) de Sorrentino que “su huella en este mundo es señalar al público precisamente la necesidad de dejar huella en este mundo.” Esa insaciable necesidad de trascendencia es la que nos lleva a todos los que queremos hacer ficciones al borde del abismo, a caminar a tientas por la realidad y a dar explicaciones constantes sobre lo que nos desborda y nos impele: la necesidad de hacer ficciones para comprender algo tan incomprensible como el sentido de la vida, algo tan difícil de comprender como nosotros mismos.
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