La ley del silencio
El suyo es el butacón de cuero ajado que arrastra hasta dejarlo frente al televisor. Cuando lo hace se lleva por delante media alfombra y ella le recrimina lo poco cuidadoso que es. Pero no rechista y saca un cigarrillo que enciende ansioso mientras simultanea el cambio de canales con el mando.
A veces la oye gritar que en casa no se fuma, que luego queda el olor impregnado en las cortinas y no hay humano que lo arranque de ahí. Otras solo escucha su taconeo a lo largo del pasillo hasta encerrarse en el dormitorio. Bien podría enclaustrarse en la cocina, donde se quitaría las rabia amasando croquetas. Cómo le gustan con la bechamel ligera y los trozos de jamón y huevo muy finos para tragarse el bocado sin masticar. Si le salen así, él aplaude su maestría culinaria en silencio, devorando de una sentada la fuente entera, pero por su boca no sale un elogio. ¿Para qué? No merece la pena extenderse en algo que conduce a la confusión. La palabra en el universo de la pareja es embaucadora; está llena de artistas y dobles sentidos. Prefiere callar lo que piensa.
—¿Dónde vas? –pregunta su mujer si escucha el tintineo de las llaves en la consola de la entrada–. ¿Ya te marchas otra vez? Pues no has hecho más que llegar.
A veces, si está de buen humor, alcanza a elevar una ceja en señal de aprobación y se esfuma dejándola plantada. Si ella preguntara a sus compañeros de trabajo, descubriría que fuera de casa habla muchísimo: media en las conversaciones ajenas, sugiere temas de debate, tercia en cualquier asunto e incluso saca de debajo del asiento una retahíla de chistes haciendo alarde de un envidiable ingenio castizo. Normal, siendo taxista y habiendo nacido en Chamberí.
Sin embargo, a la mujer no le interesan sus asuntos laborales e ignora, pues, que su marido charla con cada viajero tras radiografiarlo a través del retrovisor. El oficio del taxi exige enorme destreza al volante, buenas dosis de paciencia y un cargamento de psicología casera. Tanto es así que él ha acuñado fama de consejero según se ha ido labrando una clientela fija, que valora tanto sus advertencias como su habilidad al sortear atascos.
—Mi mujer se ha ido de casa –soltó un ejecutivo una tarde–. Seguro que me deja por otro.
De repente el hombre se desanudó la corbata y arrancó a gimotear.
—¿Y cómo sabe que es con otro y no con otra?
El hombre abrió unos ojos como de pez fuera del agua.
—Si las mujeres se sienten desatendidas, buscan cariño donde se lo den y a veces lo encuentran en su mejor amiga. ¿Ha notado usted que anda mucho con el teléfono? –el cliente afirmó con la cabeza–. ¡Ya le digo!
—¡¿Mi mujer es lesbiana?!
—Peor aún: me da que se está fundiendo su tarjeta con la amiga.
En la siguiente carrera el ejecutivo se lo confirmó esbozando satisfecho una sonrisa, porque prefería arruinarse que perder al amor de su vida, según él. “Dígame, ¿cómo pudo adivinarlo?˝, preguntó. “Sentido común”, respondió el taxista.
El mismo que le llevó a conjurar la ley del silencio en su casa, porque si no lo guardara y contestara cada vez que se ella se enfurruña, seguro que su mujer se habría hastiado de discutir y ya le habría liquidado la tarjeta de crédito.
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