Hundidos en la miseria
Muchos jóvenes están dispuestos a viajar a las antípodas, pero no por espíritu aventurero sino por desesperación.
Durante el último mes he visitado siete de las ocho capitales andaluzas y, lamentablemente, en todas ellas he encontrado jóvenes dispuestos a viajar a las antípodas. Lo triste es que lo hacen por desesperación y no por espíritu aventurero. Están abatidos, desmoralizados y, nunca mejor dicho, hundidos en la miseria. La historia más conmovedora es la de un joven gaditano que fue mi conductor en uno de los trayectos más largos. Que le dejen el coche de vez en cuando es un modo de ganarse algún dinero, supone un gran alivio y, sobre todo, una manera de romper la rutina diaria. Lo primero que hace al despertarse es mirar el correo para ver si aparece alguna respuesta a sus peticiones
Todos los días lee minuciosamente las ofertas de trabajo y envía una media de cuarenta solicitudes con un amplio dossier sobre sus méritos académicos. Padece estrés, ansiedad e insomnio y, a veces, sueña que le echan de un trabajo. Le han llamado un par de veces para que realice una prueba de aptitud y me ha contado con detalle en qué consistió, cómo eran las personas que le entrevistaban, y la magnitud de su depresión tras el rechazo. Tuvo un ataque de pánico que le llevó al servicio de urgencias del hospital. A los 28 años, teme que llegue a todo demasiado tarde. El relato es tan minucioso como obsesivo. A su currículo, que ha ido engordando a medida que pasa el tiempo y sigue en paro, le falta solo un detalle, la falta de experiencia laboral, el motivo por el que no le contratan. Es licenciado en Dirección y Administración de Empresas e ingeniero medioambiental, ha hecho un máster en transporte y gestión logística y otro en turismo urbano y gestión de empresas turísticas. Orientó sus estudios en función de las posibilidades de la zona en la que viven su familia y su pareja, de la que no quisiera separarse. La búsqueda matutina de ofertas laborales para su perfil y el envío de solicitudes le ocupa hasta el mediodía, después come algo y se va a patear la ciudad y, cuando le dejan el coche, también los alrededores para preguntar si le pueden emplear de cualquier cosa en bares, tiendas de ropa, porterías de edificios, empresas de limpieza, clínicas veterinarias, y un montón de sitios más. Por supuesto, ha intentado autoemplearse, montar una pequeña empresa familiar, buscar trabajo en Alemania, donde conoce a un par de compañeros de estudios que han logrado emplearse de camareros. Todo ha sido inútil y, a pesar de su resistencia inicial, ha decidido marcharse a Brasil, donde le han dicho que, una vez allí, puede tener alguna oportunidad. “¡Qué mala suerte!”, le digo. Entonces, visiblemente alterado, empieza a echar pestes contra el Gobierno, con especial inquina contra la ministra de Empleo y Seguridad Social, y me responde, hecho una furia, que lo suyo no es una cuestión de mala suerte, porque su situación la comparten seis de cada diez jóvenes. “¡Algo habréis hecho mal para que medio millón de españoles haya tenido que emigrar!”. Cuando es consciente de que me está chillando, dice que lo siente, que por favor le perdone, que han conseguido agriarle el carácter.
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