Estaba sentada en la parte de atrás de un Audi negro. Miraba por la ventanilla del coche sin saber muy bien qué hacía allí. Por inercia, empecé a mover la mano, saludando a la gente, como hacen las autoridades, tipo “la Reina y yo”, pero eran cristales tintados. Me reí. Y me dí cuenta de que no estaba sola. El conductor me miraba por el retrovisor y se empezó a reír también. Me puse roja y él tuvo compasión.
-El tiempo está cambiando ¿verdad?, ya llega el invierno.
-Sí, el infierno ya está aquí…
-No, el invierno, digo, que hace frío y llega el invierno
No me podía creer que hubiera dicho en alto lo del infierno. Otra vez roja, (¿para que tanto dinero en maquillaje si era capaz de ruborizarme yo solita?)
-Sí, cada vez hace más frío (qué socorrido es hablar de algunos temas en ciertas ocasiones).
Mientras él seguía haciendo de hombre del tiempo, yo contemplaba a través del cristal el Paseo del Prado, después la Gran Vía y, por último, el Palacio Real. Pensaba que qué hacía una chica como yo metida en un coche como éste. Con un desconocido. Con lo cansada que estaba. Y, lo peor, con los pelos que llevaba. Y nunca mejor dicho porque mi cabello se parecía mucho al de la Duquesa de Alba. No porque viniera de Sevilla, sino por el viaje y la maldita lluvia.
También pensaba que de un tiempo a esta parte había perdido el control de mi vida. Sin querer, sin darme cuenta, pasito a paso, me había dejado llevar por Arturo, por Jairo y ¡hasta por Joaquín! Y empezaba a estar un poquito harta. No sabía si se debía a la falta de sueño, a la cantidad de trabajo o al Activia, pero, de repente, me sentí furiosa. Hice un balance de la situación: Tenía un supuesto novio que trataba de decirme cómo, cuándo y dónde vernos y un ex novio que había encontrado el amor que aparentemente perdió meses atrás. A esta idílica situación se acababa de sumar un flamenco mu resalao que había aparecido en mi vida y no para bailar sevillanas, precisamente.
Mi mal humor iba en aumento y para cuando llegamos a casa de Arturo, echaba humo y no estaba fumando.
El conductor me acompañó hasta la puerta.
El caballero de la mesa redonda me recibió en la entrada con esmoquin, música de Frank Sinatra y una rosa roja.
En otra ocasión, semejante escena me hubiera desarmado. Me hubiera visto a mi misma como en Casablanca y me hubiera rendido a sus brazos. Pero hoy no. El tipo había escogido el día equivocado, en el peor momento posible. Así que a su blanca y radiente sonrisa yo le respondí con la peor de mis miradas, un empujón y la siguiente frase:
-¿Quién te crees que eres para decirme lo que tengo que hacer y cuándo he de venir a verte?, ¿crees que me puedes manejar a tu antojo?
Silencio
-¿Tu pareja?, dijo él con cierta ironía.
(Silencio otra vez. Si sigo así, creo que al tal silencio le voy a añadir como mi amigo en el facebook)
Arturo cerró la puerta. Aparcó mi maleta y me siguió mientras yo explotaba. Mejor no transcribo todo lo que le dije. Me da casi tanta vergüenza como no pasarme la primera fase del Angry Birds.
En su salón, una mesa perfecta, unas velas perfectas; un ambiente perfecto. ¡Arrrgggg!
Se detuvo en mitad del salón, mirándome. Y yo no podía sentirme peor conmigo misma.
-Disculpa pero estoy cansada, creo que no tenías que haber forzado esta situación.
-Pensé que te gustaría, te he echado mucho de menos, me dijo mientras se acercaba y me abrazaba.
Sonaba Fly me to the moon y, de repente, me mecía entre sus brazos. Casi me olvido de todo. Y aquí el adverbio temporal es muy importante: casi.
En un rincón del salón, por su dueña casi olvidado, asomaba desde el bolsillo de mi bolso, el móvil. Silencioso, pero con un led parpadeante, veíase el whatsapp. Y aunque los brazos de Arturo no me dejaban escapar, sabía de quién era.
Era la hora de Jairo.
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