Es cierto que fue a mí a quien se le ocurrió la maravillosa idea de pasar juntos un fin de semana rural, a pesar de que soy urbanita. De hecho, lo que más me gusta del campo es que está bastante lejos de donde vivo. Aún así, hay cosas en esta vida que tienes que hacer por amor. Mi madre me lo ha dicho siempre. Claro que ella se refería a otro tipo de amor, más maternal. En cualquier caso, sabía que debía una a Mateo y pensé en la escapada rural. De lejos, parecía idílico para disfrutar de la pequeña familia que habíamos formado: Mateo, Sebastian, Tarzán y yo. A Tarzán, como siempre, no pareció entusiasmarle demasiado la idea. En general, todo aquello que supusiera el mínimo movimiento le daba pereza. Me miraba con esos ojos de “Pero, vamos a ver, si a ti no te gusta el campo y a mí no me gusta correr, ¿por qué no nos quedamos aquí calentitos?” Tendría que haberle hecho caso. A pesar de ser un perro, tenía mucho más sentido común que su dueña.
Mateo se entusiasmó enseguida con la noticia. Era una de esas personas, tan positivas que agotan. Y yo, me dejé llevar. Nos imaginaba frente al fuego, arropados con una manta de pelo de tigre (de esas que salen en las películas) junto a dos buenas copas de vino, contándonos nuestros secretos más ocultos, mientras Sebastian y Tarzán dormían fuera. Por el día, tras un breve paseo, volveríamos para prepara la comida (Mateo, yo le acompañaría sentada tomándome un buen aperitivo, mientras le daba conversación) y por la tarde jugaríamos al póquer, con algo de dinero de por medio. Esto es lo que yo había imaginado. Nada original. Más bien todo sacado de una película de Meg Ryan. La realidad fue que nos encontrábamos en un pueblo perdido de la mano de Dios, a varios grados bajo cero y sin mucho con lo que calentarse por allí. Había un termo con muy poca capacidad que me dejó a medias lavándome el pelo. Había chimenea sí, pero pasaron varias horas hasta que logramos encender el fuego. Antes, la habitación se llenó de humo y tuvimos que abrir las ventanas para poder tomar algo de oxígeno. Tuvimos que elegir entre morir de asfixia o de frío. Había una manta de pelo, sí, pero de pelo de cabra. Por último, el único supermercado cercano (a unos 30 kilómetros) estaba cerrado, así que tuvimos que conformarnos con comer patatas fritas y vino. En cualquier otro momento me hubiera parecido una gran combinación pero sumado al resto de pequeños detalles del fin de semana, me pusieron de muy mal humor. De tan mal humor, que le pedí a Mateo que adelantáramos la vuelta a casa. Él no pareció entenderlo, pero accedió. Preferí que pensara que era una caprichosa a que me viera transformada en Doctor Jekyll. Era demasiado pronto para que viera ciertas intimidades y, al fin y al cabo, era él quien conducía y no quería que me dejara allí.
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