El otro día descubrí un auténtico tesoro. No, no me ha tocado la lotería (de momento) ni he descubierto oro en una de las cientos de zanjas que campan a sus anchas por Madrid. Deshaciendo una de las cajas de la mudanza, descubrí uno de mis libros favoritos de toda mi EGB, para los de la LOGSE, el cole de toda la vida. Este libro era junto con la Superpop, mi lectura favorita. Abrir los libros de la infancia es como abrir una ventana a otra vida. No me miré en el espejo, pero estoy segura de que si lo hubiera hecho, tendría la misma cara que el gato de Shrek. Sólo que algo más depilada.
En la primera página, además de Borja (el protagonista del libro de mi infancia) estaba escrito lo siguiente: Lía corazón Alberto A. (no pongo el apellido para preservar la identidad de mi amado donde quiera que esté, seguramente ya calvo y barrigudo)
No sé qué fue más triste: comprobar que tengo la misma caligrafía hoy que a los 6 años o ver cómo, tras diez años de relaciones fallidas, había perdido la fe en el amor platónico. En el otro, soy una devota.
¡Ay, qué tiempos aquellos donde bastaba una mirada, compatir la merienda del recreo, pasarnos notas en medio de la clase o prestarnos la goma de borrar para ser feliz!
Un mensaje me despertó de mi flashback y volví a la realidad aunque, lamentablemente conservando la misma caligrafía.
Era Aitor con la siguiente propuesta:
“no hagas más planes para hoy que tienes una cita conmigo. A las 9.30 en mi casa”
La verdad que no me lo pensé. Tampoco tenía muchas opciones teniendo en cuenta:
a) que mi nevera estaba vacía,
b) que en mi casa, para estirar las piernas casi teníamos que abrir la puerta de la calle,
c) y lo que había sucedido en la última cita.
Me puse los básicos encima. Vaquero, camiseta, botines, labios rojos y eyeliner negro. El ojo izquierdo me quedó algo peor que el derecho, pero confiaba en que Aitor no lo notaría. Ya se sabe, que los chicos son poco observadores para estas cosas.
Su casa era preciosa. Pequeña (aunque a su lado la mía era un garaje) y muy él. De esas casas que reflejan perfectamente la personalidad del dueño. La suya era cálida, firme y bonita. Había preparado una mesa con mantel -¡de tela! Pensaba que eso ya no existía excepto en los catálogos y en casa de mi tía Matilde- velas y dos copas de vino. También había comida pero casi ni me fijé. Él llevaba una camiseta blanca ajustada, que dejaba ver sus bíceps de gimnasio (y sí, también una incipiente tripita que trataba de disimular metiendo la barriga). Aún así, estaba espectacular.
Mientras descorchaba el vino, me fijé en su salón. Cinéfilo y lector apasionado de su profesión, el diseño. Me dieron ganas de decirle eso de: ¡redecora mi vida! Pero pensé que quizá era demasiado pronto para que comprendiera mi fino humor.
-Por ti, me dijo acercando su copa.
-¡Por mí!, respondí con una fina ironía que él no alcanzó a apreciar, pues permanecía serio, mirándome fijamente.
-Por nosotros, reaccioné con rapidez, pero mantuvo la misma mirada intimidatoria acercándose cada vez más.
De repente, me quitó la copa de vino y la dejó en la mesa. Me acercó hacia sí mismo y me dijo: creo que tienes algo raro en este ojo. Está como hinchado.
Mi inmediata reacción fue tocarme el ojo y entonces caí. ¡El eyeliner!
Perdona voy al lavabo. Pero aquella idea fue aún peor. Tratar de quitar sólo con agua del grifo un eyeliner waterproof es cómo intentar que a Madrid le den los Juegos Olímpicos.
Hice lo que pude, que fue más bien poco, y volví a recoger los trocitos de dignidad que se habían quedado por el salón.
Sin embargo, él no le dio ninguna importancia.
-Venga, que se queda frío me dijo, apartándome la silla y empujándome contra la mesa. Creo que es la primera vez desde que no soy un bebé que alguien me acerca la silla a la mesa.
Aitor había preparado un pescado al horno para cenar. Estaba buenísimo (el pescado también). Empezaba a creer eso que dicen que a los hombres (y a las mujeres) se les conquista por el estómago.
Hablamos de su trabajo, de su vida, de su pasado. El postre nos lo tomamos en su sofá con más vino y unos cuantos besos. De repente, me di cuenta de que Aitor era diferente. Aún no sé si mejor o peor, sólo diferente y me entró miedo. Miré el reloj y, como una auténtica desconocida, le dije:
-Me tengo que ir, es muy tarde.
Sorprendido y casi noqueado dijo:
-¿No prefieres quedarte? Tengo una cama y un sofá.
Vaya, parece que ya habíamos pasado a la segunda fase o ¿querría decir que tenía una habitación de invitados? Ufff, demasiado tarde para descubrirlo
-No, de verdad. Estoy cansada y mañana tengo un día duro.
-Te llevo a casa.
Era increíble. De repente, Aitor sabía mejor que nadie cómo tratarme y eso me desconcertaba. Tras una gran discusión, del tipo “cuelgatúcari, notú”, accedí y cruzamos un Madrid encendido y frío. (La moto está bien, pero para las películas).
Probablemente había sido una idiota no queriéndome quedar. Pero el libro amarillo del cole, me había abierto demasiado el corazón. Esto podía ser de verdad y ahora era yo la que necesita ir más despacio.
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