El invierno es una mala estación para la nostalgia. Lo digo en serio. Si la nostalgia te invade en verano, la matas con vestido escotado, con unas cañas en una terraza o con una pasada de tu mejor rímel. En invierno es más difícil. Tú estás en casa, distraída con tus cosas y de repente, te entra un ataque de tristeza inaudito que no sabes de dónde ha salido. Es como si hubiera estado agazapado esperando tu peor momento para atacarte a traición. No te invade cuando estás contenta o entretenida, no. Espera tu momento de debilidad.
Lo peor de la nostalgia en invierno es que te arrastra a un plan de mantita y sofá que no hace más que recrearte y profundizar en tu estado de decadencia. ¿Quién no ha acabado un sábado por la tarde viendo una comedia romántica o peor aún, una peli española de los setenta y llorando como una magdalena? No hace falta que confeséis en público, pero es verdad y lo sabéis. Lo que yo desconocía es que también les podía pasar a los tíos. El sábado pasado los dos teníamos un día tonto. La presencia del otro nos molestaba por todos los rincones. Yo decía blanco y él negro; yo pizza y él hamburguesa; yo Boston y él California. En fin, que no era nuestro día. Ante esta situación lo mejor es tener un chalet o un castillo en el que perderte para no tener que encontrarte con nadie hasta que la maldita tristeza decida irse. Como no es el caso, el resto de los mortales nos tenemos que conformar con cerrar la puerta de nuestro cuarto o en el mejor de los casos esperar que el otro se vaya de casa. Pero, claro, es invierno y fuera hace más frío que dentro. Así que Juan en un giro de los acontecimientos que me dejó gratamente sorprendida me dijo:
-Tengo un planazo para los dos, ¡vámonos a jugar a la bolera!
Efectivamente, Juan quería que me pusiera zapatos planos, previamente usados por media humanidad.
-¿En serio?
-¿Tienes un plan mejor?
Se me ocurrían muchos. Irnos a las rebajas, salir de fiesta, bailar flamenco, escalar el Everest, una tortura china, la depilación con cera caliente, el metro en hora punta..pero en lugar de enumerarlos, callé y sonreí. Lo mejor de los treinta es que te conoces tanto que ya has aceptado que, a veces, sólo puedes elegir entre la opción menos mala. Y ésta era una de esas veces.
Nueve de la noche de un sábado de invierno cualquiera, invadida por ataque de nostalgia y de tortura, ahí estaba yo. Con zapatos de payaso malolientes y minifalda rockera. Un look que no hubiera superado ni a los quince años (cejas sin depilar, hombreras, labios malva con perfilador negro y un largo etcétera).
Juan era buenísimo jugando a los bolos. Pero estaba muy feo con esos zapatos. Al menos yo tenía algo de glamour. Por el contrario, mis tiros iban casi todos fuera. No sé si fueron las palomitas, mi minifalda o la compasión, lo que hizo que a mitad de partida, me agarrara por la cintura y empezara a enderezar todos mis tiros. De repente, en medio de esa sucia bolera, rodeados de niños chillones y de olores indeseables, habíamos recuperado esa chispa que una vez nos hizo comenzar esta aventura de vivir juntos.
Dos horas y no sé cuántas partidas después, regresamos a casa, después de haberle derrotado claramente (con su ayuda). A veces, desechar la nostalgia es más fácil de lo que pensamos. Basta elegir aquello con lo que crees que nunca vas a ser feliz.
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