ESPAÑA tiene un ministro del Interior que se ha propuesto matar moscas a cañonazos; un ministro del Interior que se asusta y sobresalta en cuanto se entera de que un grupo de personas ha convocado una manifestación contra los recortes a través de las redes sociales; un ministro del Interior, en fin, que dispone de tan poca mano izquierda como un zar en apuros (un Romanov para ser más exactos). Tan pronto como la calle y el paisanaje cobran visos de embravecerse, don Jorge Fernández ordena a sus polizontes que empiecen a pedir la documentación a todo ciudadano que pretenda expresar públicamente su disconformidad con la política del actual gobierno. No es mi intención faltar al respeto al señor Fernández, pues es un hombre que no ha nacido para ser psicoanalista ni misionero ni responsable de un comedor de caridad. Además, el señor Fernández también tiene sus buenos momentos. Sobre todo cuando habla catalán. Entonces parece un ser menos fatídico y patibulario. Sin embargo, no me parece exagerado indicar que el señor Fernández (a quien Rajoy le ha ordenado que aquí no se mueva ni Dios ni María Santísima) se comporta habitualmente como un ministro de Policía anterior a la Ilustración y a la Revolución Francesa.
Recuerdo cuando el señor Fernández, hará cosa de un lustro, se dirigía con cajas destempladas al PSOE debido la intención de ese partido y de otras formaciones de resarcir a las víctimas del Franquismo. La escena tenía lugar en el curso de una tensa comisión parlamentaria. El señor Fernández ponía mucho ardor oratorio en afear y desfigurar la ley de la Memoria Histórica y acusaba al ejecutivo socialista de querer ulcerar la tan traída y mentada convivencia entre españoles. ¡Qué tiempos aquéllos! Los recuerdo muy bien porque yo era un reportero fondón y despistado al que sus jefes dejaban zascandilear por los pasillos y salones de la Cámara Baja. Se notaba que para el señor Fernández el Franquismo no había sido una experiencia demasiado ingrata. Pero no deseo poner en duda el talante democrático de este caballero. El señor Fernández quiere proteger su hermético ideal de democracia española. Y para ello está dispuesto a atosigar policialmente a quienes han incurrido en la honrada ingenuidad de pregonar a los cuatro vientos que saldrán a protestar este 25 de septiembre.
Hoy menos que nunca deberían ser tiempos para policías duros o descontrolados a lo Steven Seagal, sino para hombres y mujeres con mayor estatura psicológica y humana que supieran encauzar e interpretar la ira ciudadana. Pero la chatura y la ramplonería mentales alientan y rigen (como en tantas otras épocas) la vida cotidiana de unas autoridades que no parecen haber aprendido que ser pírricamente temidos no es lo mismo que ser medianamente respetados. Supongo que es un mal de los tiempos. Las crisis políticas no suelen sofisticar ni desarrollar las neuronas de los represores. Es indudable de que puede aplacarse el descontento ciudadano a base de guantazos y detenciones arbitrarias durante unos cuantos meses, pero no durante una legislatura entera. No hace mucho tiempo, cuando alguien cercano a mí sostenía que el Partido Popular limaba y deterioraba derechos y libertades individuales en cuanto se instalaba en el palco del poder, sonreía al formulador de ese comentario con velado desdén. Me parecían exageradas y retóricas ese tipo de declaraciones. Ahora no tengo ningún reparo en declarar que yo vivía en la dulce ingenuidad de un Goofy manchego.
Comentarios recientes