Ti faccio un culo così es una expresión italiana de uso vulgar que se podría traducir en castellano, muy finamente, como “te voy a provocar una dilatación en el orificio anal del tamaño que estoy dibujando con mis manos al mismo tiempo que pronuncio estas palabras”. Porque las manos, como es obvio tratándose de este idioma tan expresivo que conjuga la riqueza de su léxico con la fantasía enfática que posibilita la comunicación no verbal, tienen una importancia capital en la transmisión del mensaje y en este caso concreto tiende a la hipérbole con dedos índices y pulgares en forma de paréntesis a la altura de la cintura, recreando visualmente el tamaño de un desgarro de dimensiones desproporcionadas y seguramente dolorosas. Probablemente en sus orígenes debía de tener una connotación homófoba y machista que, por su versatilidad semántica, de alguna forma se ha perdido al integrarse en el habla coloquial.
A veces se emplea a modo descriptivo ante situaciones en las que Entes públicos, la autoridad (competente, siempre) o las fuerzas de seguridad del Estado tienen contrastadas razones para amonestarnos (en nuestro idioma podríamos aplicarlo a casos como “Hacienda te va hacer un culo nuevo este año con la declaración de la renta” o “si te pilla la madera con el espejo colgandero, te va a petar el cacas”). Otras, como desafiante intercambio de floridas amenazas en los prolegómenos de una reyerta con desenlace potencialmente fatal (ustedes se hacen una idea, no es necesario cargar las tintas). Muy a menudo se utiliza para ilustrar de una forma poco elegante el esfuerzo realizado en una determinada tarea (“me he dejado el culo estudiando”) y no con menos asiduidad se invoca como indeseable profetización del resultado de ese examen en el que nos hemos aplicado tanto: “Me van a hacer un culo así”. Y eso precisamente le escribí el otro día a mi profesora de italiano (y añadí, en un juego meta-metafórico, que un paréntesis innecesariamente prolongado representaba la equivalencia gráfica del indispensable gesto manual).
Hoy, cuando he concluido el examen oficial de lengua italiana que convoca la Universidad de Perugia, lo primero que me ha venido a la cabeza es la imagen de Tony Soprano ejecutando esta complicada maniobra que requiere años de entrenamiento. Observen: la parte física la domina, sin lugar a dudas, pero falla estrepitosamente en la pronunciación.
Recuerdo que hace mucho, mucho tiempo, una mujer me escribió un sms muy críptico que venía a decir lo siguiente: “Qué suerte que te llamas como el protagonista de Los Soprano”. Nunca entendí muy bien si aquello que me había dicho era bueno o malo. Al fin y al cabo Antonios hay más que piedras en el mundo, el nombre no tiene nada de exótico. Debía de haber algo más. Entonces, ¿soy afortunado porque me llamo como un criminal italoamericano machista y cazurro? ¿Tengo suerte porque de mi nombre se puede colegir que soy tan hijoputa como carismático? ¿Estaba aquella mujer relacionando mi escaso metro y medio de altura con la imponente presencia de James Gandolfini y la enfermiza sensualidad que emana su personaje? ¿Estaba, por tanto, halagándome? ¿Era aquel mensaje, en definitiva, el coqueteo más torpe de todos los tiempos? Todas estas dudas en los tiempos de whatsapp habrían sido infinitamente más fáciles y más baratas de resolver, pero en aquel momento acabaron diluidas en un interminable cortejo que nunca fructificó.
Pero hoy -vuelvo al tema y ya termino, no se agobien-, he comprendido. Cuando vi la serie ya hablaba un italiano bastante decente y me hacía mucha gracia el macarrónico acento de mi tocayo Tony, sus esbirros y el resto de italoamericanos que retrataban a lo largo de sus seis temporadas. Veneraban una patria en la que no habían nacido -y en la mayoría de los casos ni siquiera visitado-, perpetuaban las costumbres de sus antepasados sin conocer exactamente sus orígenes -ni preocuparse por averiguarlo- y utilizaban expresiones que no entendían -y cuya pronunciación habían pervertido con el paso del tiempo-. A pesar de su americanidad contrastada y cimentada en varias generaciones, se sentían extranjeros en los Estados Unidos. Y en la segunda temporada, cuando viajan a Nápoles para establecer lazos comerciales con la famiglia descubren con sorpresa que no tienen nada que ver con esa gente del otro lado del Atlántico a la que tanto dicen parecerse: para los italianos son unos americanos zopencos que no saben ni apreciar un buen plato de pasta. Se dan de bruces con la realidad. Se pegan el hostión, dicho mal y pronto.
Y eso es lo que me ha pasado hoy a mí. Me sentía muy preparado para afrontar uno de los más ambiciosos desafíos que me he propuesto en mi vida -sí, mis más altas aspiraciones son bastante humildes-. Pero he fracasado y he confirmado una predicción que jamás pensé que se hiciese realidad. Me han hecho un culo così (alégrenme el día: hagan el dichoso gestito de las manos para que sienta que todo este turrón ha sido de provecho).
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