EN mi época de estudiante conocí en la facultad de Periodismo a una chica que se cambió de sexo y que, una vez convertida en tío, llegó a la conclusión de que la vida era igual de gris y tediosa que antes. Se llamaba María, pero cambió de nombre nada más salir del quirófano y obligó a sus conocidos a llamarle Mario (Quien no me llame Mario se va a enterar, coño, exclamó). Siempre he pensado que una persona pierde el tiempo cambiándose de nombre, pero no es asunto mío si a alguien le da por rebautizarse.
María abandonó España y regresó hace un año a Madrid. Me la encontré hace poco en una fiesta de antiguos alumnos acompañada por un viejo manco que, según me contaron, era un experto en lenguas aborígenes australianas. No sé qué tipo de relación era la suya, pero puedo asegurar que aquello no era muy diferente de ver a un caimán escoltando a un dromedario. Y, sin embargo, parecían los seres más felices de la fiesta. Por un momento los envidié. Se daban calor y compañía. Una extraña pareja: un viejo manco y una criatura que no tenía muy claro si lo mejor era ser penetrador o ser penetrada. Luego me enteré de que el experto en lenguas aborígenes fue denunciado por haber abusado de un gato. El dueño del gato resultó ser un miembro de los Legionarios de Cristo.
Hace una semana llegó a mis oídos que la chica que se cambió de sexo volvió a cambiarse de sexo. Mario volvió a ser María y María abandonó al profesor en lenguas aborígenes australianas. No sé si creerme este último tramo de la historia. Me lo contó un reportero de televisión que conocía a María. O a Mario. Realidad o leyenda, el hecho es que hay personas que jamás encuentran su sitio.
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