DESPUÉS de una siesta de dos horas José María Preston decide visitar un pub irlandés de la Novena Avenida para confundirse y confraternizar con la parroquia que allí esté congregada. Mientras se lava la cara ante el espejo del aseo y escupe aterciopeladas flemas, Preston se dice: “Viviré la tarde noche del domingo como un hombre posmoderno, sin grandes esperanzas, con cinismo y con una sonrisa sarcástica de cuarentón epigramático. Y lo haré en Molley’s”. Así se llama el pub. Allí le conocen y le respetan, aunque no le admiran. Allí le sirven unas pintas de cerveza bien tiradas y allí hay un extraño camarero de bigote estaliniano y de tatuajes en la frente que recita poemas de Mr. Poe cuando apenas hay clientes y cuando el silencio logra acampar durante algunos instantes entre las verdosas penumbras del garito.
José María entra en el pub cuando la tarde del domingo empieza a desinflarse. No hay una sola mesa libre. El sudor flota en el ambiente como rocío de un mundo subterráneo. Habrá problemas para acercarse a la barra. Por cierto, alguien le está tocando el trasero a una mujer aturdida con aspecto de haber escuchado misa esta mañana en la catedral de San Patricio. Puede que haya pelea, pues los ojos de un novio celoso caen sobre las manos lúbricas de un individuo que no puede soportar por más tiempo su larga abstinencia sexual. Hay un forcejeo y una bofetada, pero varias chicas se interponen entre los contendientes. Se hace la paz, pero es una paz endeble.
La bandera de Irlanda cuelga arrogante y sucia del techo y suena la música de un grupo heavy alemán que incita a la guerra bacteriológica. Labios orlados de espuma. Cánticos que mitifican al viejo IRA en un rincón poblado de católicos blasfemos. La perfecta guardería para una horda todavía joven e inconsciente. José María se hace un hueco en un extremo del mostrador de roble pidiendo disculpas en cuatro idiomas. Si supiera finlandés, también las habría pedido en ese noble idioma, pues hay un grupo de mozas resplandecientes y doradas y piernilargas que parecen haber venido desde Helsinki para hacer carrera teatral en Broadway. “Espero que te acuestes con el productor adecuado”, susurra Preston en inglés a una de las finesas, quien le regala un guiño y después le fulmina con la mirada mortal de la indiferencia definitiva.
“The lost weekend”, (1945), Billy Wilder.
El camarero de los tatuajes en la frente atiende por fin a Preston. El camarero, que responde al nombre de Flann y que juega a ser un villano de pocas palabras, no sonríe ni adula ni es amigo de escuchar penas ajenas, pero es un empleado diligente. José María pide una pinta de Guinnes e intenta parecerse al Sean Penn más canalla porque una mujer solitaria, de tos decimonónica y pulmones bogartianos, le examina con palmarios intereses carnales. “Esto es un mercado de carne –piensa Preston–. Lástima que Flann no pueda recitar ahora un poema de Mr. Edgar”.
La cerveza le vigoriza y le infunde un entusiasmo que le transforma en un bailarín mediocre pero voluntarioso. Risas y comentarios jocundos estallan a su alrededor mientras ensaya movimientos espasmódicos de trasnochador consumado. Preston oye muestras de ánimo en varias lenguas. Incluso en catalán. ¿Es que hay un catalán en este recinto de sudores? Preston lo busca entre la muchedumbre, pero no lo encuentra. Sigue mirando, sigue examinando cabezas, cabellos, rasgos faciales. “A ver, payés, identifícate, quiero invitarte a beber; quiero demostrarme a mí mismo que siento admiración por Cataluña pese a no entenderla”. El catalanohablante no aparece por ningún sitio. Preston, sin embargo, no deja de bailar. Muchos rostros femeninos le observan con cariño, pero sin ningún deseo.
Sus ojos se quedan de pronto petrificados. Pureza está aquí. Quizá lleve en este pub más de una hora. Lo que no admite dudas es que Pureza está socializando de un modo poco rutinario, puesto que está entregando su nerviosa lengua a un tío pelirrojo en un rincón del garito. Y está disfrutando, y está haciendo disfrutar, y está utilizando su mano derecha para acariciar el cuello ancho y robusto del pelirrojo. “Me tomaré otra pinta y me iré de aquí sin perder la calma”, se propone el excorresponsal haciendo acopio de estoicismo.
Paga y sale a la calle y se topa con una ciudad abrumada ya por la dictadura de la noche. La luna es un brochazo lácteo que intimida a unas nubes muy flacas. Un judío ortodoxo de luengas barbas avanza con aire risueño por la Novena Avenida y examina el mundo que parpadea a su alrededor mientras bisbisea alabanzas a su Dios vengativo y llameante.
José María da siete pasos, se asesta un puñetazo en la palma de la mano izquierda, se topa con una gaviota agonizante. “Debió de estrellarse contra un edificio. Mi padre me propinó una vez un tortazo cuando lancé un salivazo a un ave muerta. Yo era un niño y él era un hombre de patillas espesas y miradas institucionales. El ave le importaba un comino. Solo deseaba humillarme”.
–¿Dónde vas, tonto? ¿Por qué te has ido? –Es la voz húmeda y espesa de Pureza, voz que dibuja una súplica en el aire graso y promiscuo de Manhattan.
José María se gira sonriendo cortesanamente y encuentra una nube de socarronería en el semblante de su mujer.
–Nadie me enseñó a interrumpir con elegancia a las parejas que se están besuqueando y metiendo mano –razona Preston, un rizo golpeándole la frente con suavidad, un ojo manchado por el resplandor opalescente de una farola.
–Podías haberme dicho hola. Eres un maleducado –Pureza se acerca. Pureza hace gimnasia con las cejas. Pureza ensaya expresiones de universitaria que presume de leer y de entender a Heidegger.
–Pensé que no me habías visto, cariño –arguye el hombre.
–¿Dónde vas?
–Conozco una especie de cabaret cerca de aquí. Allí me consideran un caballero liberal y simpático. Creo que me gastaré algunos dólares en compañía de unas mujeres que se apiadan de los pringados como yo.
–¿Te vas de putas?
–No me voy de putas. Voy a dialogar con unas señoritas antes de irme a la cama. Mañana me espera otros lunes de dura inactividad y quiero afrontarlo con el recuerdo de una noche alegre.
–¿Prefieres irte de putas antes que dormir con tu mujer?
–¿Mi mujer? Esta mañana te he pedido el divorcio y me has dicho que te parece bien. Te doy libertad para liarte con todo los pelirrojos de la empalagosa USA. Eso sí, me gustaría que no lo hicieras delante de mis narices.
–Sí, nos vamos a divorciar. Pero todavía soy tu mujer y me gustaría dormir contigo hasta el último día de nuestro matrimonio.
–¿Y qué pasa con el pelirrojo? ¿Es justo que dejes al muchacho con la miel en los labios?
–No es más que un pasatiempo. No me voy a dormir con los pasatiempos.
–Sí, los pasatiempos son para follar y los maridos para hacerles compañía en la cama.
–Eres patético cuando intentas ser lapidario.
–Estamos perdiendo el tiempo. Hasta mañana –ataja José María aquejado de una efímera ronquera. –Esta noche quiero beber y pudrirme en la soledad de un tugurio.
Pureza se encoge de hombros, resignada, y decide volver con el pelirrojo mientras el pelirrojo está poniendo a punto la lengua como si estuviera amartillando un revólver de carne. Entretanto, José María ya se ha alejado un buen trecho del pub. Está silbando fragmentos de canciones que hablan de fábricas cerradas y de sindicalistas en huelga de hambre y de esposas de sindicalistas que lloran y cantan juntas en torno a una chismosa barbacoa. En un instante de entusiasmo, Preston toma una decisión: probará suerte en otro lugar de Norteamérica. Y ya se imagina a sí mismo en un rancho de Nuevo Méjico dando pellizcos a unos potros dóciles cuando se tropieza con el cuerpo de un hombre que yace en la acera, jadeante, tembloroso, asustado. Se trata del judío ortodoxo. José María le ayuda a levantarse y le da palmadas en un antebrazo. El judío coge aire, da las gracias en un inglés rusificado y explica entrecortadamente que ha sido arrollado por un motorista. Preston consulta su reloj de muñeca y pregunta al anciano dónde vive y ambos se dirigen allí mientras Nueva York se hace enorme en la oscuridad y se envanece como una diva enjoyada que se sabe observada por millones de admiradores. Es una noche de primavera que se ama a sí misma.
(En la próxima entrega de El Corresponsal, José María Preston compartirá unos vinos con el judío ortodoxo y se hará preguntas sobre la vida que le provocarán una colitis, pero saldrá del cuarto de baño lleno de esperanza. Además conoceremos las razones por las que el corresponsal llegó a ser un excorresponsal, lo que dará sentido al título de esta historia (o no). También sabremos cómo Pureza desdeña las caricias del pelirrojo, un ambicioso agente de bolsa que aspira a ser padre de cuatro hijos. Quien desee leer la primera entrega del relato no tiene más que visitar este enlace http://blogs.tiempodehoy.com/cervezafuria/2013/04/22/el-corresponsal-i/
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