El perdón, con solo diez padrenuestros, de los más insolidarios, llega en el peor de los momentos
Hacía tiempo que no se recordaba una Semana Santa tan en sintonía con padecimientos menos elevados, más a ras de suelo. En esta ocasión, la liturgia de la pasión de Jesucristo será de seguro más sentida por muchos como algo cercano, imaginable, aunque no sean espirituales en todos los casos las razones de la aflicción. El golpe al orgullo patrio está siendo brutal, y los efectos sobre la población desoladores. El drama del paro cristaliza con especial crueldad en el millón largo de familias cuyos componentes han dejado de percibir algún tipo de salario o ayuda del Estado. Empezamos a ser conscientes de que el sueño de la riqueza fácil se ha evaporado mucho más rápido de lo que tardamos en construirlo. Los centros de poder económico no tienen piedad de nosotros. Las clases medias, los asalariados, los jóvenes precarizados o sin empleo pagarán por todos. España vive su viernes de pasión más angustioso y desesperanzador.
Y en este clima de general decaimiento el Gobierno anuncia una amnistía fiscal para los defraudadores. El perdón, con solo diez padrenuestros (el 10 por ciento de lo ocultado a la Hacienda Pública), de los grandes pecadores, de los más insolidarios, se presenta en el peor de los momentos a una sociedad abatida que, con esta inesperada medida, ratifica su creciente desapego de la política y de las instituciones. La amnistía fiscal demuestra también el grado de desesperación de nuestros gobernantes y lo que aún es peor: la extrema debilidad de nuestra economía. Una decisión de este tipo, en un ambiente de general abatimiento, solo se toma si la situación de las cuentas públicas limita con la catástrofe. No es una justificación; simplemente creo que este Gobierno puede ser muchas cosas, pero no está mayoritariamente compuesto por una combinación de estúpidos y suicidas.
Sin embargo, lo que no puede esperar Mariano Rajoy y su equipo es que los españoles aplaudamos fervorosamente, así, a palo seco, la absolución de la parte más abyecta de la ciudadanía. Máxime cuando la medida se presenta de forma vergonzosa y vergonzante, casi a escondidas, reforzando la impresión de estar cometiendo una injusticia que no se justifica, un pecado mortal de los más imperdonables. El Gobierno debería haberse tomado la molestia de enmarcar el indulto de los defraudadores en un paquete de medidas más amplio destinado a rebajar los nefandos efectos de una de nuestras peores pesadillas: la economía sumergida. Casi un 24 por ciento de las transacciones económicas que se realizan en nuestro país fuera de control; 32.000 millones de euros que se evaporan ante las narices de la Agencia Tributaria, un 5,6 por ciento del PIB, casi el déficit que nos hemos comprometido a no sobrepasar en 2012.
En lugar de eso el Ejecutivo se disfraza de perroflauta y pone el cazo como pidiendo un favor, rebajándose y rebajando su credibilidad, despreciando de nuevo la pedagogía política y tratando a los españoles como menores de edad. Con esta actitud, a un tiempo infantil y paternalista, en la que se recuperan las ocurrencias e improvisaciones que antes se criticaban, el Gobierno de mayoría absoluta de Rajoy se desliza a toda velocidad hacia un deterioro peligroso que empuja a España hacia el precipicio. Más calma, a pesar de las urgencias; y un plan, don Mariano. Ponga encima de la mesa un plan para esta legislatura. No esconda la realidad, explíquesela a los españoles. Y añada unas gotas de justicia redistributiva. No puede ser que solo paguen los mismos de siempre.
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