Destino… Ulan Bator
El Rally a Mongolia propone recorrer un tercio del planeta en un coche con un motor no mayor de 1.000cc. | Dos participantes nos relatan su experiencia
Dos niñas jugando en un pueblo de Siberia.
M.F./I.C. Archivo
La furgoneta, bautizada con el nombre de ‘La Mongoleta’.
M.F./I.C.
No se entrega ningún premio a quien termina primero ni existe una ruta predeterminada. El Rally a Mongolia, considerada la mayor aventura del mundo, es el evento cumbre de los mochileros motorizados.
Las reglas son sencillas. Elegir un vehículo con un motor no superior a 1.000 cc de cilindrada -también se aceptan motocicletas-, recaudar un mínimo de mil libras esterlinas para fines benéficos y asumir los riesgos del viaje. La organización no brinda ayuda alguna ni establece puntos de control. Los participantes dibujan su propia ruta, sin GPS ni asistencia técnica, y con la simple ayuda de un mapa.
Europa es el punto de partida -se sale desde Londres, Milán o Barcelona- y Mongolia, el destino. Al llegar a Ulan Bator (si se llega) se subasta el vehículo al mejor postor y se destina el dinero recaudado a las ONG locales.
El músico y diseñador web Ignasi Calvo y el enfermero Marc Fortes vieron en la tele un documental del rally y no se lo pensaron dos veces. A los pocos días se compraron una furgoneta de segunda mano, a la que bautizaron con el nombre de La Mongoleta, y empezaron la aventura de sus vidas. “Lo que más nos atraía era descubrir aquellos países remotos que casi ni situábamos en el mapa”, explica Fortes.
Europa en pocos días
Salieron de Barcelona en pleno mes de agosto. Tenían más de 11.000 kilómetros de aventuras por delante y decidieron cruzar el Viejo Continente lo más rápido posible, con jornadas de más de 10 horas en el volante. A los dos días, La Mongoleta dijo basta en Croacia, después de pasar por Francia, Italia y Eslovenia. “La junta de la culata se había roto porque habíamos forzado demasiado la máquina. Todavía estábamos en Europa y lo pudimos arreglar”, recuerda Calvo. Cruzaron Hungría en un día -tras una breve visita a Budapest- y llegaron a la frontera ucraniana, donde se encontraron con los primeros altercados con la policía, una constante en el viaje.
Pistolas en Ucrania
“Al vernos, los policías ucranianos siempre empezaban a reírse. En la frontera nos pidieron un sobrono de 20 euros para evitar la inspección de la furgoneta. Accedimos a pagarlo, pero no sabíamos que aquello era sólo el principio”, explica Calvo.
Los controles policiales se sucedían cada pocos kilómetros y, tras percibir la poca seriedad de la policía local, decidieron saltárselos. “No parábamos en los controles y no pasaba nada, hasta que llegó uno de lospeores momentos del viaje”, recuerda Fortes. Un policía los detuvo y quiso quedarse con su cámara de fotos. Tras forcajear durante unos segundos, sacó la pistola para amedrentarnos. “Al final pagamos 21 dólares para recuperar la cámara. Ahora lo contamos como una anécdota del viaje, pero fue un buen susto”, reconocen ambos.
Ya en Rusia, y tras visitar la histórica ciudad de Volgogrado, se quedaron sin combustible. “Las gasolineras no aceptaban tarjetas y nosotros, sin efectivo ni dominio del idioma, creíamos que aquello era el fin del viaje”, exagera Fortes. Al final, una familia local les ayudó: “¿He dicho ya que me encanta Rusia?”, recuerda con nostalgia Calvo.
Astaná, como Las Vegas
Kazajistán, dicen, es el país de los contrastes y su capital, Astaná, la ciudad de la incoherencia. “Es una mezcla de Las Vegas y Abu Dhabi pero sin gracia. Una fea mezcla de tendencias vanguardistas, desaires soviéticos y arte oriental, articulada por ríos de asfalto y escaso tráfico”, la define Calvo. Hablan un poco mejor del Kazijistán rural y lo que antaño se definió como las Tierras Vírgenes Soviéticas, unas zonas remotas donde se concentró la producción de grano para la URSS.
Desprovistos de GPS, en Siberia se perdieron al confundir los nombres de los pueblos. “Sólo sabíamos que teníamos que ir a una localidad que tenía dos oes en el nomobre, pero resulta que la la mayoría de pueblos rusos las tienen”, cuenta Calvo. Se dieron cuenta de que se habían equivocado de camino cuando vieron el Transiberiano: “Habíamos hecho más de 400 kilómetros por error”, señalan.
El cielo de Mongolia
A los pocos días llegaron a la frontera, donde conocieron a un publicista vitoriano que llevaba seis meses viajando en bicicleta de Moscú a Ulan Bator. Por fin en el país de destino, ambos se quedaron prendados del cielo de Mongolia: “Es como si le hubieran aumentado el contraste”, explica Portes, buscando las palabras para describirlo. Tras un último pinchazo, llegaron al fin a Ulan Bator, donde celebraron, cansados, el final de la aventura junto al resto de participantes.
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