Deja sonar la Fitirola
“Mira, este señor con bigote es Fiti. Antes de estar aquí era Guardia Civil”. El se rió por debajo de las gafas y me estrechó la mano. Sin palabras ya estaba todo dicho. Era primavera de 2005. Sobre su cabeza, un cartel manuscrito rezaba: “Mañana dejo de fumar” y debajo, un megáfono de cartulina en forma de cono reposaba sobre una pila de libros. “¿Esto? La fitirola”, dijo, mientras se lo llevó a la boca. “Vamos a verrr”, gritó con el artilugio en mitad de la redacción. Todo el mundo se giró al unísono.
Así era Fiti. Un niño grande. Un loco bajito de metro setenta que nunca hizo daño a nadie. Quizá por eso ayer, la noticia de su marcha nos dejó todavía más vacíos. Ni le tocaba ni se lo merecía. Sobre su trabajo, los lectores de Interviú saben de sobra bajo el nombre de Juan Luis Álvarez. Quede para nosotros Fiti; la persona. Ese que se perdieron. El reportero incorregible. Fiti el amigo. Ese que en el mundo de los egos se hizo a un lado para dejarme el caramelo de cubrir la Operación Malaya y decirle al novato del equipo “hala chaval, debuta”. Gracias, Morenín. Nunca tuve la oportunidad o el valor de dártelas.
Nunca te gustaron estas cosas del adiós, así que me quedo con las risas. Con la patilla de tu gafa envuelta en celo, con aquella vez que me llevé el teléfono del curro después de uno de tus viajes y me llamaba una señora cada dos por tres para invitarte a un cocido. Con las charlas a media tarde. Con las confidencias. Con el frío que pasamos aquella vez que nos pusimos cabezones con la empresa y los calores cuando Juan Antonio Roca quiso empitonarnos por meterle una y otra vez el dedo en el ojo.
Fiti, me quedo con tu copla. Con tus zapatos náuticos y tu vaquero de siempre. Con tus puritos. Con las risas que nos echamos cuando encontramos antes que nadie la finca de aquel asesino que usaba una picadora (“aquí no hay nada, pero si quieres me entierro una mano y le hacemos la foto…”). Con los botellines. Me quedo con tus gritos. Con la vez que paraste un ventilador con el dedo y aquella noche tan cara en la que ganaste cuatro amigos y perdiste unas gafas. Me quedo con la arenga. Con la vuvuzela. Con tu bandera de España que siempre estará a media asta y con aquella vez que te robaron las cámaras junto a Fernando Abizanda en un bar y aparecieron en la nevera de las cervezas. Me quedo con tu risa. Con tu orden dentro del desorden. Con tu pelea. Con tu palmada en la espalda cuando había pruebas de que el malo había metido la mano en la caja y tus consejos cuando las cosas –en el periodismo y en la vida- pintaban bastos.
Me quedo con la pena, el vacío y la impotencia. Me quedo con las ganas de gritarle al mundo que no es justo. Me quedo con la duda de si sabías que en muchas cosas te admiraba. Y sobre todo, me quedo la prueba de que para ser buen periodista, primero hay que ser una buena persona. Adiós, amigo. Te echaré siempre de menos. Estés donde estés, por favor, sigue haciendo de las tuyas y deja sonar la fitirola.
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