Me cuenta una amiga que acaba de salir de ver 12 años de esclavitud. “Una maravilla”, me escribe por whatsapp. “Qué clase tiene rodando Steve McQueen”, añade. Y luego continúa un buen rato elogiando a Michael Fassbender, al que llama simplemente Michael porque es suyo y de nadie más y sabe, porque se lo he confesado, que no puedo contener una especie de admiración envidiosa cada vez que lo contemplo en una pantalla. Por ser tan bueno, sí, pero también por comprender que nunca como él voy a suscitar tantas pasiones entre chicas como ella. Nadie me va a llamar simplemente Michael por ser suyo -de ella- y de nadie más. Entre otras cosas porque no me llamo así, pero ya sabéis a qué me refiero.
“Pues tío” -interrumpe acertadamente este hilo de pensamientos idiotas- “Un fulano ha gritado “hijoputa” en mitad de la proyección”. Intuyo que es ahí, donde los latigazos. Y mi mejor respuesta -recordemos que esta conversación es un intercambio de mensajes escritos- es un “jajaja”. En persona, de viva voz, no sé cómo me río, pero se aleja mucho de esa convención gráfica, os lo aseguro. Y al momento me doy cuenta de que es la peor respuesta posible. Porque ahí, en esa escena donde ese fulano desconocido ha gritado “hijoputa” al bueno de Michael es donde Steve McQueen, que tiene mucha clase rodando y narrando, nos está dando latigazos a nosotros. Y que gritar en una sala de cine que está llena de gente que ha pagado como tú para ver una película sin más sonido que el que proyectan los altavoces es un gesto de mala educación. E intento arreglarlo. Pero al poco me doy cuenta de que a mí me pasó algo parecido, aunque no lo verbalicé. Quise gritar “hijoputa” para que parara de dar latigazos, pero no porque hubiera confundido a la persona con el personaje. Quise gritar “hijoputa” por el alucinante proceso interpretativo que estaba emanando el trabajo de nuestro querido Michael: todo lo que representa, expresa y significa ese rostro descolocado y esa mirada enajenada. Y quise gritar “hijoputa”, también, porque Steve McQueen no ha colocado esa escena -ni otro puñado más con igual potencia que esa- de manera gratuita. Está atizando nuestras conciencias. Una y otra, y otra vez.
El dolor traspasa la pantalla cada vez que restalla un latigazo sobre una espalda desnuda. Duele cada golpe que reciben los esclavos con total impunidad y que Steve McQueen captura con absoluto realismo, sin ahorrar detalle al espectador. Sin embargo, lo que hace que 12 años de esclavitud sea un filme extraordinario va más allá de la traumática experiencia sensorial: deriva de la exposición del retrato de los amos, complejísimo y lleno de matices. Es decir, el púlpito moral desde el que se imponen las cadenas, sostenido en justificaciones religiosas y pseudocientíficas. Una abyección que todavía tienen sus ecos en el siglo XXI.
Me río porque porque con el cine soy igual de visceral que ese fulano anónimo que con su grito sacó a mi amiga de la película, aunque desapruebe el gesto. A veces me apetece que me masajeen. Pero otras, que restallen latigazos en mi cerebro. Me parece una pérdida de tiempo canalizar mis odios hacia las películas que no me han gustado, pero adoro escribir sobre las que me han gustado. No me gusta criticar: me gusta identificar, señalar, analizar y teorizar. Me gusta, también, desvariar. Leer literalmente el texto y el subtexto de una película. Leerlo imaginativamente e incluso hiperleerlo.
“¡Hay que sentir en vez de consumir!”, que gritaban otros fulanos con la voz de Julián Hernández, cantante de Siniestro Total.
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