Culebrón en el Elíseo
Una regla no escrita de la política francesa parece obligar al presidente de la república a ser, con perdón, un pichabrava. Ya estábamos al corriente de que François Mitterrand, alias la Esfinge, tenía una hija secreta y era dado a ligar en sus propios mítines. Sabíamos que Jacques Chirac disfrutaba de una acogedora garçonnière a la que llevaba a sus conquistas. Y aún recordamos cuando Nicolas Sarkozy se ligó a Carla Bruni y todos nos preguntamos cómo era posible que ese húngaro bajito y renegrido pudiera llegar a encamarse con semejante jaca (para, acto seguido, tirar a la basura los discos de la señorita Bruni, ya que pasar de Mick Jagger a Sarko no nos parecía una muestra de eclecticismo sentimental, sino una mezcla de estupidez y oportunismo). Pero que un tipo con esa pinta de apacible pantuflista, de Montilla a la francesa, también sea un seductor de campanillas ya es algo que nos supera… Aunque, al mismo tiempo, nos llene de esperanza a quienes compartimos con él, más o menos, la edad y la falta de atractivo físico.
Esa regla no escrita, esa puesta en práctica permanente del célebre consejo cherchez la femme, es seguida a rajatabla por todos los presidentes franceses, como hemos podido comprobar en el pasado y comprobamos ahora en el presente, cuando François Hollande parece dispuesto a convertir el Elíseo en el rancho Southfork; algo que yo, personalmente, le agradezco porque los políticos españoles, no contentos con ser de una ineptitud pasmosa, son también aburridos a más no poder. Como lo era el señor Hollande antes de que se lanzara a pensar exclusivamente con la polla: reconozcámoslo, amigos, en su rol de político socialdemócrata, el pobre Hollande es tan desastroso y frustrante como sus homólogos españoles. Desde que accedió a la presidencia, nadie recuerda nada de él que resulte especialmente estimulante. Su nivel de popularidad baja a velocidades supersónicas. El taimado catalán Manuel Valls le respira en el cogote con progresiva vehemencia. Él dice que es de izquierdas, pero nadie cree que se comporte como si de verdad lo fuese. El tío es un muermo de dimensiones montillescas, pero ahora sabemos que dirige Francia en sus ratos libres, cuando no está dedicado a esa vida galante hacia la que se propulsa cada noche en moto, ejerciendo de paquete de su guardaespaldas, que es quien le lleva al apartamento de la atractiva actriz Julie Gayet (me pregunto qué hace el guardaespaldas mientras el jefe disfruta de su quality time, por cierto).
Hay que reconocer que Hollande tiene muy buen gusto en cuestión de mujeres. Ségolène Royal, la madre de sus cuatro hijos, es una señora de muy buen ver. Lo mismo puede decirse de su sustituta, Valérie Trierweiler, de la que lo mejor que puede comentarse es que está contribuyendo poderosamente, como la gran secundaria que es, a que el culebrón protagonizado por su novio gane peso e intensidad: lo de que se deprima al descubrir la infidelidad y la tengan que internar es de traca; ni Joan Crawford ni Bette Davis lo habrían hecho mejor. Julie Gayet también es muy guapa. Y no contenta con eso, añade a la trama grandes alicientes. No solo es más joven que Trierweiler, que a su vez tiene menos años que Royal, sino que vive en un piso propiedad de un mafioso corso llamado Michel Ferracci… Alto ahí, no es que la señorita Gayet se trate con el inframundo. Lo que pasa es que el apartamento se lo alquila su buena amiga y también actriz Emmanuelle Hauck, exesposa del tal Ferracci. La señorita Hauck ya no tiene nada que ver con Ferracci. Y como prueba de que no quiere saber nada de malas compañías, en mayo se quedó viuda de su segundo marido, François Masini, acribillado a balazos en las afueras de Bastia por miembros de una banda rival. Lo que pasa es que la gente es muy mal pensada y ahora le van a dar la brasa al romántico Hollande con lo de que, con tal de mojar, se relaciona con la chusma más infecta del hexágono.
Algo me dice que, desde la tumba, su desagradable progenitor se debe de estar relamiendo. Georges Gustave Hollande, de profesión otorrinolaringólogo, fue un facha muy notable que acabó metido en serios problemas por sus contactos con la OAS, la pandilla de asesinos patrióticos que intentaron evitar la independencia de Argelia a base de bombazos y tiros en la nuca a mediados del siglo pasado. A semejante animal, digno de ser un personaje secundario de alguna novela de Jean Patrick Manchette, le salió el hijo comunista, primero, socialista, después, y faldero, puede que siempre. El pequeño François no debió pasarlo nada bien con semejante padre, y puede que la mejor manera de vengarse de él haya sido llegar a presidente de la república. Un logro que se tambalea en estos momentos porque el único lugar en el que no se muestra nada pusilánime parece ser la piltra.
Me temo que su falta de carisma le va a acabar pasando factura. A fin de cuentas, los franceses veían a Mitterrand como un faraón, a Chirac como la versión política de Sacha Distel y a Sarkozy como el emigrante emprendedor que llega a lo más alto y se casa con la más guapa del baile. Pero yo diría que al pobre Hollande no le ven la gracia: no impone como Mitterrand, no cuenta chistes tan buenos como los de Chirac y ni tan siquiera camina con aquella gracia que tenía Sarkozy, proyectando los zapatos con alzas a un lado y a otro mientras esbozaba sonrisas de orate. La derecha le tiene manía porque cree que es de izquierdas, mientras la izquierda le considera un calzonazos neoliberal que ha decepcionado a cuantos le votaron.
Personalmente, le considero un metepatas. Ya sé que el amor es ciego, pero nadie ha dicho que también deba ser tonto. Y hay que ser un poco lerdo para liarse con una histérica como Valerie Trierweiler, que empezó poniendo verde a la digna Ségolène y ha acabado internada, y con la señorita Gayet, que se trata con lo mejor de cada casa. Una cosa es respetar reglas no escritas sobre la vida amorosa de los presidentes franceses y otra, muy distinta, es caerse con todo el equipo.
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